Una colombiana diversa
Me educaron para tener novio, después marido, para ser abuela, para ser un montón de cosas que se supone que deben ser las mujeres. Y no hablo de mi familia solamente, hablo del colegio femenino, de la iglesia, de las propagandas y películas de cine y televisión, de los juguetes que recibía en navidad y cumpleaños, las ollitas, las muñecas, las vajillitas, el color rosado. Nadie me dijo que estaban las otras opciones, las tenían bien escondidas. Pero algo en mi interior me decía que debía haber algo más. Y aunque jugué con muñecas, ollitas y vajillitas, me sentía diferente a las demás niñas. No soñaba con el vestido blanco ante el altar, ni con el flamante novio que un día me llevaría a una casa grande, donde yo sería una perfecta esposa y madre.
Los años pasaron, tuve novios y fui madre y esposa y mujer separada y viuda y finalmente, soltera. Amé mi soltería a pesar de los comentarios de que aún era joven para rehacer mi vida como si ella estuviera deshecha. Qué equivocados estaban. Al contrario, mi vida se estaba volviendo a armar. Entonces descubrí que había estado viviendo sueños prestados y que no tenía los míos. Miento, los tenía, pero estaban ahí guardados, como tesoros, como amados pecados. Pero uno no puede escapar a su esencia y ella salta y se libera de sus cadenas en el momento menos pensado, aunque esté atrapada tras mil candados, tal y como lo hacía el gran mago Houdini.
Entonces a los treinta y cinco años, descubrí que era capaz de sentirme atraída por una mujer. Me llené de miedos y de preguntas que no lograron detenerme. Puedo decir que, a esa edad tuve una segunda adolescencia llena de nuevas sensaciones y, sobre todo, de nuevo conocimiento de mí misma. Maravillada vi abrirse ante mí, una enorme puerta que me mostró un mundo que se me había ocultado desde siempre, el de las diversidades sexuales, que son mucho más que hablar de homosexuales, bisexuales y lesbianas. Un mundo prohibido, juzgado, maltratado, vilipendiado, perseguido. Pero también un mundo lleno de amor, de alegría, de rebeldía y sobre todo, de valentía. Porque en una sociedad que juzga todo lo que no está colectivamente aceptado, que le tema a la diferencia, acosada por el pecado y amenazada por el infierno, hay que ser muy valiente para atreverse a vivirse uno mismo a pesar del terror al rechazo.
El miedo nunca me ha detenido, al contrario, me ha retado. Y con las vísceras revueltas y las piernas temblorosas, cerré los ojos y descubrí que estaba amando a otra mujer. Fue algo tan grande que tuve que contarlo, no podía quedarme yo sola con todo eso que estaba viviendo. Y claro, hubo consecuencias, salí por la puerta de atrás de una empresa a la que le había entregado mi alma durante años y sentí dolor y rabia, pero me levanté. Aprendí a trabajar diferente, a ser mi propio jefe, aprendí que la seguridad es una ilusión y que como mujer tengo una fuerza, un fuego, un enojo de siglos de maltrato histórico, una certeza de que no necesito un príncipe que me salve, porque yo soy la única Reina que gobierna en mi vida. Confieso que aún vivo con un pie en el closet y uno afuera de él. Han pasado muchos años desde ese renacimiento. Aún me protejo, pero sé llegará el día en que los dos pies estarán afuera, pisando firme, caminando en paz y con la cabeza en alto, agarrada de la mano de la mujer que acompaña mis días. Y sueño ese sueño para todas las mujeres, que, como yo, no sueñan con el príncipe azul.