Buscando un lugar

Por: Julieth Karina

Con el pasar de los años, mi búsqueda por un lugar, al que pueda pertenecer social y comunitariamente, me ha llevado a estar en medio de diferentes discusiones. Mis reflexiones, sumadas al haber leído El peligro de la historia única de Chimamanda Ngozi Adichie, han sido fundamentales para entender por qué, como mujer foránea y colombiana marginal que habita Bogotá, me hago preguntas sobre lo territorial, lo identitario, lo socioeconómico y lo sociocultural. Este libro me abrió la mente más que cualquier estudio académico sobre las fronteras.

El factor cultural-territorial, el naciente campo sobre las mujeres blanca-mestizas al interior de los feminismos interseccionales y el interés que otras personas pueden tener en mi sexualidad hasta el punto que llegan a dictarme cómo debo ser, son algunos de los temas que más ruido me hacen.

Por un lado, lo cultural-territorial me ha recalcado constantemente los estereotipos que existen en Bogotá y Colombia sobre Caquetá y la Amazonía y, con ellos, he encontrado símiles con algunas de las anécdotas que Chimamanda vivió al mudarse de África a América. Yo también tuve un profesor en la universidad que se compadeció de mí por ser del lugar de donde soy, aunque él nunca había ido antes. Recuerdo que, si en algún momento me era difícil encontrar una dirección en la ciudad, cuando le contaba él me respondía “es que aquí sí hay calles, no como allá, de donde tú eres”. Ahí me di cuenta que existe el imaginario “en los pueblos nunca hay calles pavimentadas, porque no hay nada”.

O cómo olvidar el momento en que este profesor viajó por primera vez a Caquetá de vacaciones de fin de año; me contó su anécdota resaltando que había visitado un museo de historia regional, pero que le había sorprendido que “en Caquetá la gente tiene un enfoque y una mentalidad bastante militarista”. Yo sólo me quedaba pensando “¿cómo le explico a un profesor bogotano que la razón por la que ‘la gente de Caquetá’ tiene una mentalidad militarista es porque históricamente el Estado (cuya sede es Bogotá) ha tenido un énfasis militarista sobre la Amazonía?”.

Ciertamente me gustaría decir que la sensación de extrañeza y compadecimiento sólo la he vivido por parte de quien está en una posición de poder frente a mí (como un profesor), pero no es así. También la he vivido por parte de quien está en una posición jerárquica igual a la mía. Por ejemplo, otra experiencia que me resulta similar a la del libro involucra a algunos de mis excompañeros/as de universidad cuando yo les conté que soy de Caquetá. No me preguntaban cómo era posible que yo hablara español (como le pasó a Chimamanda con el idioma inglés), pero llegaron a preguntarme “¿allá tienen parabólica?”. Recuerdo mucho este día porque le pregunté a mi compañero “¿parabólica?, ¿qué es eso”? y él automáticamente respondió “ay, no, ¿en serio están así de mal?”.

Lo que mi compañero nunca supo -porque me interrumpió al hablar- fue que la razón por la que yo no sabía lo que era una parabólica era porque en mi casa teníamos televisión por cable e internet de fibra óptica desde hace rato; como muchos hogares clase media de Bogotá. No antena parabólica. O aquella vez que una compañera de clase me preguntó “¿Caquetá tiene mar?”, al mismo tiempo que se compadecía de mí explicándome cosas de ciudad porque la gente de pueblo no sabe mucho y llega a ser hasta ignorante. U otra compañera que me preguntó “¿allá tienen celulares?”, mientras yo tenía mi propio celular encima de la mesa, mismo que ya tenía años antes de mudarme.

Los estereotipos territoriales me han despertado reflexiones sobre la diferencia entre conocer,  o no, un lugar físicamente (dado que no todo mundo tiene la facilidad económica de viajar) y tener la disposición de conocer sobre dichos lugares informándose al respecto. Creo que hay gente que se justifica en la dificultad de viajar a un lugar, por la razón que sea, y olvida que siempre tiene la posibilidad de informarse. En Bogotá tan pronto digo que soy de Caquetá, lo que sigue es que me preguntan que de qué municipio soy. Cuando respondo, continúan más preguntas: “pero, ¿Florencia… Florencia?, o sea, ¿eres como tal de la ciudad o eres así como del campo o de la zona rural?”. En contraste, cuando yo estoy por fuera y conozco a alguien de Bogotá, nunca le pregunto a esa persona “pero, ¿Bogotá… Bogotá o eres así como de Sumapaz o un lugar como rural?”. Yo nunca pregunto eso.

Adicional, he notado un contraste llamativo. Entre quienes nos dedicamos a los estudios sobre la Amazonía y/o la Orinoquía existe el consenso de que desde Bogotá y las zonas andinas también han salido poblaciones que han colonizado otros lugares y regiones de Colombia, así como a Bogotá han llegado personas de fuera. En últimas, hay cierta doble vía. Sin embargo, por fuera de este círculo académico, he visto que existe un consenso diferente: Bogotá sólo recibe personas de otros lugares y la migración interna ha sido en una sola vía (hacia la capital del país) porque en los pueblos no hay nada.

El peligro de la historia única, en este caso, se establece desde la narrativa de que la capital nacional es receptora de la gente de los pueblos y dadora de oportunidades ante la realidad de que, más allá del límite, no hay nada. También se piensa que de aquí nunca sale gente hacia los otros lugares del país, para poblar y aprovechar los recursos y oportunidades que encuentran allá. Quizá sea esta la razón por la que algunas personas esperan de los foráneos y foráneas que asumamos una posición eterna de agradecimiento y deuda.

Ahora, buscando ser justa, he de admitir que este asunto de los estereotipos territoriales sobre Caquetá y la Amazonía no sólo los he encontrado en Bogotá. En alguna ocasión, durante una salida de campo, tuve que ver cómo alguien se sorprendió cuando pronuncié el nombre, hasta el punto que no me dejó seguir hablando. Su respuesta automática fue “tremendo… Tremendo, por allá sí que es duro y están mal”, haciendo referencia al departamento. Para mis adentros, yo sólo me quedaba pensando, “¿es en serio, muchacho? Estamos en Chocó”.

Junto con los estereotipos territoriales, me he encontrado en medio de la discusión sobre si encajar o no en los feminismos interseccionales. Esta es la otra parte: existe el imaginario de que en lugares de Amazonía sólo hay población indígena, de pronto afro, pero nunca mestiza. Y esto, en cierta medida, me ha condenado. Hay realidades que algunas mujeres vivimos y que, a la hora de exponerlas y hablar de ellas destacando nuestro lugar de enunciación, nos encuentran con quien está dispuesto o dispuesta a dudar de nosotras por lo territorial.

Yo nunca dije que quiero hablar en nombre de las mujeres indígenas o afro de la Amazonía; situación que me genera una sensación de apropiación cultural si tengo en cuenta que no ha sido mi experiencia de vida. Pero ello no me ha evitado toparme a quien no me cree y hasta pronuncia respuestas del tipo “no es cierto que tú seas de allá. Para empezar, allá hay puros indígenas y tú eres muy blanca”, que me recuerda a un artículo académico que aborda temáticas cercanas, pero desde otro enfoque. En él, la politóloga Adriana Marcela Pérez Rodríguez habla de su experiencia de vida como mujer blanca-mestiza de Cúcuta, que es un lugar de frontera nacional, no de frontera interna.

En mi experiencia, haber empezado a escribir mi historia fue un proceso complejo de aceptación y asimilación, pero también de autovalidación, por al menos dos grandes razones. La primera, en los diez años que llevo en Bogotá me he encontrado con expresiones manifiestas de xenofobia y la imposibilidad de manifestar mis preocupaciones como mujer marginal ante reacciones automáticas del tipo “si no le gusta Bogotá, regrese por donde llegó” o “aquí encuentran de todo y, aun así, no agradecen”. Estas son frases textuales que escuché una y otra vez durante mis años de universidad, pero también cuando empecé a acercarme a la institucionalidad distrital por otras razones.

La segunda es que al interior de los feminismos interseccionales son más recientes las discusiones sobre el lugar que pueden ocupar las mujeres mestizas y blanca-mestizas, y estas discusiones son mucho más grandes que yo. Creo que aquí hay un gran tema: nuestra experiencia de vida no siempre es la misma que la de mujeres afro e indígenas (quienes abrieron los estudios interseccionales y decoloniales dentro del movimiento), pero tampoco ocurre que todas las blanca-mestizas seamos iguales. Algunas somos marginales y eso tiene unas implicaciones materiales e institucionales que son reales, no están en nuestra mente.

Recuerdo que en alguna ocasión intenté plantear esto en un espacio académico y comenté que, con todo y la existencia de un sur global y de un norte global, es difícil afirmar que toda la gente del sur global es o vive igual. Por ejemplo, aunque me identifico como blanca-mestiza, en Colombia yo nunca estaré en el mismo nivel de una mujer blanca-mestiza que es bogotana y esto lo he vivido en carne propia. Para mi sorpresa, hubo alguien que se apresuró a decir en voz alta “Julieth afirma que el sur global ni siquiera existe”, aunque yo nunca dije tal cosa. Quizá esa persona no me estaba escuchando, realmente.

Otra posibilidad que existe, y que es muy común, es que al presentar estas discusiones la gente responda en automático “te entiendo, me pasó algo parecido cuando me mudé a… [introduzca cualquier nombre de un país del norte global]”. La falta de comprensión de otros enfoques siempre me deja pensando en que la comparación nunca es acertada porque no alcanza a ser lo mismo: estoy de acuerdo en que puede ser desagradable no encajar en otro país, pero, ¿qué tal no encajar en tu propio país? No es la misma conversación.

Por último, mi sexualidad. Creo que ningún nivel de formación académica ni ninguna cantidad de terapia psicológica me habría preparado para lidiar con la cantidad de cosas aleatorias que una persona puede mencionar cuando culturalmente no entiende a alguien que acaba de conocer. Hoy identifico en esto la premura por hacer asible aquello que vemos extraño o que nos resulta muy lejano. Aunque tampoco lo vuelve justificación.

A simple vista, esto nunca fue un tema que para mí tuviera relación con todo lo demás, pero durante mis años de universidad una de las cosas más fuertes que viví es que mis compañeros y compañeras de clase discutieran en pasillos si soy lesbiana (“o por lo menos bisexual”). Recuerdo que fue un gran choque cultural escuchar, por un lado, que a la gente le preocupaba saber si tengo mi propio celular o si Caquetá tiene mar, al mismo tiempo que les preocupaba saber qué me gusta, qué no y cómo debo expresarlo.

Llegué a vivir comentarios y preguntas explícitas en momentos de cambio de clase de un salón a otro o delante del profesor que estuviera presente, mientras él no decía nada. Y experiencias en donde algunos compañeros de clase me buscaban en redes sociales para enviarme la pregunta por mensaje privado o algunas compañeras mujeres me abordaban en persona para hacerme preguntas sobre si ya había iniciado mi vida sexual, “por ser de Caquetá”, o características sexuales muy específicas de mi cuerpo.

Desde aquella época, y derivado de lo mismo, empecé a ser bastante reservada respecto a si tengo o no pareja o si estoy saliendo con alguien. Es un espacio que cuido mucho hoy en día; por eso nunca escribo de ello en lo que publico. Y no porque sienta que estoy haciendo algo malo, sino por el hecho de estar expuesta de forma constante ante un público que no conozco, que no hace parte de mi gente de confianza y lo que es peor: sin mi consentimiento ni autorización. Creo que sólo las mujeres que hemos pasado por experiencias similares tenemos real consciencia de lo que implica el género femenino a la hora de que se respete nuestra sexualidad y nuestra privacidad como personas. Es la experiencia misma de que ocurra un torbellino de comentarios y opiniones, en donde se discute hasta el mínimo detalle de tu vida personal, pero mientras tú ni siquiera entendiste por qué empezaron a hacerlo. Es el anhelo de que, si otras personas también tienen su sexualidad y su vida privada, se haga caso omiso con la tuya y no se focalice toda la atención del público en una persona específica.

Recuerdo una ocasión en que un compañero de clase me expresó que su duda sobre mi orientación sexual radicaba en un argumento central: “es que no muestras una conducta coqueta con los hombres”. Como foránea, recién me acababa de mudar a Bogotá y con esfuerzo ubicaba el baño o la biblioteca al interior de la universidad, pero ya me estaba enterando de que tengo que mostrar una “conducta coqueta con los hombres”, so pena de que me convierta en la comidilla de los pasillos. Y que, en consecuencia, tengo que procurar expresarme de tal forma frente a los hombres. El final de esta minihistoria es que varios años después, cuando nos graduamos, fui yo quien vio a otras personas salir del clóset.

Considero que, más que algo anecdótico, hablar de estos temas conlleva en medio el derecho a la diferencia (entre muchos otros), que es lo que hoy me interesa y me mueve. Entender lo que escribo me costó años de formación académica, terapia psicológica y cansancio, pero, aun así, creo que vale la pena seguir apostando por visibilizar las diferencias y abrir caminos.