Aprendiendo a ser feliz

Esto es lo último que me voy a comer, le dije a mi hermanita el primer día de vacaciones largas. Y me llevé a la boca una hamburguesa doble carne con papitas y malteada. Lo cumplí. Tenía 16 años, pesaba 70 kilos (me sentía de 150) y a partir de ese momento, viví casi de aire. Durante los dos meses de vacaciones bajé quince kilos y bajé dos tallas.  Podía ver los huesos de mis hombros y se sentían los huesos afilados de las caderas cuando me ponía los pantalones apretadísimos. El primer lunes de septiembre entré a clase y me vi rodeada de mis compañeras de colegio diciendo que estaba flaca y divina. Aunque yo no lo creí realmente, me encantó ser admirada y sobre todo, reconocida por algo más que por sacar buenas notas en matemáticas.

Ese fue el inicio de diez años de desórdenes alimenticios en una época en la que nadie hablaba de eso.  Anorexia y bulimia eran exclusividad de las gimnastas rusas. No dormía casa nada, mi desayuno era un café con una rebanada de un pan integral, almorzaba un trocito de carne con una cucharada de arroz, en la tarde volvía a tomar café (sin azúcar) y en la noche sólo agua. Cuando comía algo más me tomaba un purgante y empecé a hacer ejercicio para quemar calorías. La depresión no tardó en llegar (o quizás siempre había estado allí).

Al terminar el bachillerato y entrar a la universidad, empecé a practicar buceo. Después de cada entreno de natación yo llegaba a mi casa muerta del hambre y un día cualquiera, descubrí que podía comer y vomitar. La primera vez fue asqueroso, pero cuando quedé con el estómago vacío y me sentí delgada de nuevo, me pareció un milagro. Entonces me volví una experta vomitadora. La depresión se avanzó sobre mí. Por esos tiempos, primeros años de la década de los ochenta, se desató una hambruna en África. Fotos terribles de niños tirados en las calles con la piel forrando sus huesos y las moscas sobre sus bocas llenaron los periódicos y cada vez que yo los veía, se me venía encima la culpa de haber vomitado varias veces a día, mientras esos niños estaban muriendo de hambre. Me sentí malvada, sucia, despreciable. Perdí las ganas de vivir. Era una adicta a la comida que encontraba por todos lados la tentación a la mano.

Me encerraba por días enteros a llorar y sólo salía por las noches, a escondidas, para vaciar la nevera y vomitar. Empezó ahí el recorrido, no sólo por los consultorios de psicólogos y psiquiatras que no sabían qué hacer conmigo, sino por los novios y universidades que dejaba en los momentos de mayor depresión. Mis padres hablaban en voz baja acerca de mí. Un día me cansé de vivir. El psiquiatra de turno me había recetado unas pastillas de color rojo y forma triangular (no recuerdo el nombre) y me tomé el frasco entero. Sólo quería dormirme para siempre, no sufrir más. Todos me decían que era imposible que una niña bonita e inteligente que lo tenía todo fuera tan infeliz, pero ellos no entendían nada. Me desperté al día siguiente como si nada. Estaba furiosa, me sentí estafada. Me habían dado un placebo, como si yo fuera una idiota.  Entonces decidí irme de la casa. Me fui varias veces hasta que ya no volví más.

Estudié en Bogotá, donde no podía ver las caras de mis padres compadecidos de mí y allá, sola, encontré el método para “mejorarme”. Compré una agenda que se convirtió en mi diario (todavía lo guardo), de mi proceso de sanación. Lo bauticé APRENDIENDO A SER FELIZ. Cada día escribía algo, aunque fuera una frase. Si ese día no vomitaba, me felicitaba, hacía dibujos de caras felices y me sentía orgullosa de mí misma. Si al día siguiente vomitaba, le hacía una cruz a la fecha y me daba ánimos. Poco a poco las fechas fueron espaciándose y los días “limpios” fueron cada vez más. Releía lo escrito durante los días en que había recaído y me di cuenta de que había un patrón: cada vez que me traicionaba a mí misma en algún aspecto (podía ser algo como faltar a clase sin necesidad), vomitaba. Supe que me autocastigaba y empecé a darme gusto a mí misma. Un día me di permiso de no ser perfecta y llegó el momento en que no vomité más. De vez en cuando recaía, lloraba y volvía a empezar. Llegó el momento en que decidí que todo lo que entrara en mi estómago se quedaría y que asumiría las consecuencias. Ese fue el último día que vomité.

Ahora que pienso en esos tiempos, en haber sido tan infeliz, en haber pensado hasta en quitarme la vida, pienso que aprendí, entre muchas cosas, algo que me salvó la vida: la primera fidelidad es a mí misma, mi amor más importante, soy yo.

Cuando yo comparto esta historia con personas que me conocen, no lo pueden creer. Ven a una mujer madura llena de vida, de alegría, de energía positiva. Y es así. Pero también se que no puedo bajar la guardia, porque entre el amor y el odio hay sólo un paso.

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