Por una reivindicación de la palabra víctima
Por: Julieth Karina
Llevo alrededor de 10 años en la academia y un poco menos participando en espacios activistas feministas y de derechos humanos. Llevo casi el mismo tiempo en terapia psicológica, he pasado por diferentes psicólogas, todas siempre me dan el alta y hoy soy una mujer adulta y profesional. Sin embargo, cuando digo que soy víctima de violencia de género (o mis colegas lo descubren porque leen en internet alguna columna) el ambiente se transforma.
Tan pronto me reconozco a mí misma como tal, dejo de ser vista por mis colegas como aquella con la que se pueden sostener conversaciones durante horas sobre temas variados y que no tienen relación con el género. El aire se vuelve incómodo, la gente ya no sabe cómo hablar, qué decir y qué no decir para no sonar imprudente, y tiende a pensar que, por ser y reconocerme como víctima, estoy predispuesta a sentirme vulnerada u ofendida por los demás.
Con el tiempo, me he ido transformando en activista teniendo en cuenta mi interés por reclamar que las mujeres víctimas de violencia de género podamos ejercer nuestra autonomía intelectual y nuestro criterio propio. Que se nos reconozca como personas. Esta insistencia se ha inscrito en un contexto específico, que es el de los estereotipos de género y la narrativa dominante que indica que una mujer víctima no piensa ni razona. Más bien está predispuesta a llorar o a buscar la compasión de los demás; que quizá exagere cuando habla o cuenta su historia. Y la vida me ha mostrado que eventualmente viene el gaslighting.
Empecé a reivindicar la palabra víctima, no como una cosa que existe o se desarrolla por sí sola, sino a raíz de las características de mi denuncia: un caso en donde ha habido abierta corrupción y cooptación institucional y en donde, entre más insisto, más se me responde que todo es mentira porque, para empezar, yo ni siquiera soy una víctima. Y empecé a darme cuenta de que la palabra genera o puede mover muchas cosas, para bien o para mal.
Actualmente en el mundo sigue existiendo el paraguas de la violencia de género, pero ya no hay víctimas. Nadie quiere serlo. O bien nadie quiere serlo porque el establecimiento bienintencionado te repite que nombrarse como tal no es adecuado porque, si lo nombras, haces de ello una realidad. Y el pobre es pobre porque quiere. O bien porque el establecimiento misógino y encubridor te aplica luz de gas repitiendo que tú ni siquiera pretendes justicia, dignidad o alguna otra cosa, sino que quieres sacar provecho del reconocimiento o que tienes intenciones ocultas. Aún hay gente a la que le cuesta admitir que la violencia de género existe independiente de si cada mujer que la vive la nota o continúa en negación.
Cuando me reconozco ante otros como víctima se despoja de mí mi adultez y la madurez en la que llevo años trabajando y en ojos ajenos me convierto en una niña desamparada que busca refugio o que confunde actitudes y comportamientos. Que no tiene capacidad de discernimiento y puede confundir un comentario aleatorio o un chiste con una ofensa o una agresión. Una víctima es vista como aquella que sólo puede malinterpretar, pues se concibe que su criterio se encuentra alterado, producto de sus traumas psicológicos.
Mientras que está normalizado el imaginario de que una víctima insiste en ser reconocida como tal porque quiere aprovecharse de ello, yo siempre me siento con la presión de “que no se note”. O, por lo menos, que la gente no se entere cuando conozco a alguien nuevo. Como si se tratara de algo que tengo que ocultar: una cosa es la identidad de las columnas que escribo para internet porque quiero visibilizar un problema y una realidad que algunas mujeres vivimos cuando denunciamos. Otra cosa es la identidad por fuera de internet, cuando tengo que lidiar con los imaginarios sociales sobre las víctimas, desde antes que la gente me conozca a mí.
En Colombia, nací y crecí en el Caquetá de finales de los años 90 y principios del 2000. Nunca hubo nivel fácil. Siempre me moví en el nivel difícil de la vida. Una vez que desbloqueé el nivel difícil, me graduaron para el nivel extremo, que es en el que estoy hoy, denunciando la corrupción y cooptación institucional regional y viviendo las reacciones en contra que ello me ha traído. Adicional, los 10 años que he pasado en la academia han sido en Bogotá, una academia sutilmente hostil y bastante cerrada y de élite (aunque haya gente a la que le cueste admitirlo). Sin embargo, cuando digo públicamente que soy víctima de violencia de género y que busco ser reconocida como tal no me sucede que haya gente que piense que tengo experiencias y habilidades que he desarrollado o que tengo “piel” gruesa.
Por el contrario, es común encontrarme a gente que pone cara de lástima, como si alguien se hubiera muerto; gente que empieza a darme palabras de consuelo que yo nunca pedí; gente que recita frases de cajón como “No fue tu culpa”, mientras yo sólo pienso “claro que sé que no es mi culpa, por eso me muestro”. O frases del tipo “lamento lo que te pasó, entiendo tu historia”, mientras yo aún no he contado mi historia porque me interrumpen al hablar.
Creo que este es el punto que tienen en común las personas que son misóginas y patriarcales y las personas que no son misóginas, es decir, lo que tienen en común quienes reaccionan de manera agresiva porque te quieren callar a la fuerza y las personas que te recitan pesares protocolarios y discursos correctos aprendidos de memoria. Ambos perfiles remarcan un papel pasivo para las víctimas y promueven la confusión al mezclar víctima y victimismo, que es algo diferente. Y el problema es que, en la medida en que esto siga ocurriendo, va a seguir siendo muy difícil abrir espacios para hablar de otros temas que también sostienen a la violencia de género. En cualquier caso, ninguno de los dos perfiles permite que la víctima hable por sí misma, pues le hacen el favor de terminar por ella sus frases y respuestas.
Como parte de mi proceso personal como víctima, pero también como parte de mi proceso como activista, vi el núcleo común: decir víctima suena feo. Haber llegado a esto me abrió la puerta para entender la variedad que existe alrededor de la palabra. Desde las experiencias más cotidianas y las, para mí, inesperadas, hasta las más bizarras.
En las cotidianas, como lo mencionaba, notar cómo cambia el ambiente en un círculo académico (e, incluso, en algunos círculos feministas) cuando se conoce la noticia. La gente empieza a tener excesivo cuidado de sus palabras y acciones cuando se habla de temas de género. Casi parece como si tú fueras un policía o un informante, que vigilas y estás dispuesta a escrachar a quien dé el primer motivo de crítica por incorrección moral o política. Soy víctima, sí, pero también soy socióloga. Es evidente que podría notar los cambios en una dinámica grupal. La palabra víctima suena tan feo que hace un corte raso: todas las víctimas son iguales; no razonan o sólo se quejan, están obstinadas, no tienen profesiones, no estudian, no saben otros idiomas, no trabajan, no tienen hobbies, etc.
En las inesperadas, el hecho de empezar a ser vista de esta forma puede servir para camuflar la existencia de otras realidades. En 10 años, además de encontrarme en audiencias estatales en donde se mueve la corrupción, también me he encontrado en entornos laborales y académicos en donde se presentan diferentes formas de acoso que no tienen relación con la violencia de género. Aun así, en el momento en que se conoce que eres víctima y que estás a favor de denunciar públicamente, el ambiente cambia. Te dejan de invitar a ciertos espacios de convivencia; si ya es inevitable que una conversación informal ocurra cuando estás presente, la gente empieza a hablar en inglés, asumiendo que tú no entiendes lo que dicen; dejas de tener acceso a documentos y carpetas completas de información; si preguntas por un tema interno de ese lugar de trabajo, te cambian la conversación y te preguntan cómo va tu denuncia; etc. Allí siguen ocurriendo otros tipos de acoso, pero ahora hay que procurar que tú no lo veas, so pena de que no resistas callar.
En las bizarras es en donde hay más cosas que me han llamado la atención. La primera es que cuando las víctimas empezamos a hablar de nuestros casos, terminamos más expuestas ante el gaslighting cotidiano (interacciones con compañeros/as de trabajo, vecinos, etc.). Se inicia un nuevo ciclo de violencia, que ahora es sutil, y se recuerda que quizá tú malinterpretas o estás predispuesta a magnificar las cosas pequeñas. La segunda es que, cuando una víctima muestra señales de que piensa por sí misma o critica, hay gente que pasa a tenerle miedo. Y creo que ninguna psicóloga o terapia psicológica me habrían preparado para el hecho de que hay gente que llega a tenerme miedo a mí. Como si yo fuera mi agresor en persona o los funcionarios que lo protegen, y no como si yo fuera la víctima de la historia. Esta ha sido la situación más difícil de digerir.
La tercera es que hay hechos de violencia que, aun estando normalizados, en sí mismos han estado tan mal… que cuando las víctimas pueden hablar y cuentan sus historias es el público que escucha o lee quien se siente mal. Ya no son las víctimas quienes lloran mientras hablan. Conocí esto cuando, después de pasar años en terapia con psicólogas bogotanas, cambié de psicóloga por una que no lo fuera y noté la diferencia en la percepción cultural y territorial. Esto me deja mil reflexiones sobre si ello explica por qué la palabra suena feo.
Decir víctima es hacer referencia a un lugar, socialmente hablando, pero es un lugar a donde se asigna lo lamentable, lo malo y lo violento. Aquello que sigue existiendo, pero que no queremos atender porque nos puede detener la vida. La que insiste en ser reconocida como víctima es vista como aquella que muestra un aire de derrota y manifiesta querer estar estancada. La palabra es una caja que hay que cerrar o mantener cerrada.
Por último, en las bizarras, la transformación en los ojos ajenos. La mujer víctima, como persona, es alguien que tiene que estar disponible para que otros vacíen en ella sus preocupaciones cuando se enteran de que la violencia de género existe en el mundo. Ojalá la gente supiera lo común que es la repetición de esta escena: ver a gente que no conozco deshaciéndose en palabras de aliento cuando se enteran, aunque yo nunca les pedí esas palabras y aunque en todo el rato que esa persona interactúe conmigo nunca me va a dejar hablar. Tan pronto terminan su discurso, se marchan, yo nunca supe sus nombres y jamás en la vida les veo otra vez. Si acaso consigo su información de contacto, nunca responden de vuelta.
Parece como si algunas personas purgaran sus culpas frente a la existencia de la violencia de género. Dándote palmaditas en la espalda y unas palabras prefabricadas mientras te tienen en frente. Después de esto ya se pueden marchar con la sensación del deber cumplido porque le dijeron a una víctima una serie de palabras que en la actualidad son aceptadas socialmente por ser correctas. Mientras tanto, tu realidad y tus condiciones de vida como mujer que vive violencia de género siguen siendo iguales que antes de ese momento. Nada ha cambiado.
Lo que veo de problemático en que la palabra suene mal son dos cosas: que refuerza los estereotipos y roles de género y que invisibiliza que existen diferentes tipos de víctimas. Refuerza los estereotipos y roles de género porque presenta a una víctima que reclama lástima por parte de los demás o que se apega a una narrativa autojustificante que la salva de asumir responsabilidades como cualquier adulta funcional. Al mismo tiempo remarca la división de lo femenino como depositario de la sensibilidad, los sentimientos y la subjetividad y alimenta los imaginarios de que es posible que esto se intensifique si la mujer en cuestión ha atravesado una experiencia traumática, como ser violentada (la salud mental de las mujeres víctimas es un gran tema). Mientras tanto, la razón, la objetividad y el profesionalismo son cosas que siguen estando ubicadas en cualquier otro lugar, el que sea, menos en las mujeres víctimas.
Invisibiliza que existen diferentes tipos de víctimas porque hace un corte raso y termina construyendo un modelo. Un imaginario social sobre cómo es o suele ser una víctima, cómo debe ser o cómo debe comportarse por serlo. Y si hablamos de un modelo, más tarde surgirá otro problema, que es el de las buenas y las malas víctimas. Este es un camino casi inevitable y quienes nos convertimos en activistas lo sabemos.
Es clave un comentario: mi reivindicación de la palabra no se da como justificación o coartada. Si esto fuera así, no existirían columnas mías en internet; es decir, jamás habría transformado mi experiencia en creación. Se da como forma de expresar que no está mal querer superarse, cuestionando el enfrascamiento, pero, aun así, es indispensable tener en cuenta lo que está alrededor de esa mujer para que ella misma tome la decisión de nombrarse o no. Un tema de conversación es la existencia de la violencia de género, otro tema de conversación es el hecho de nombrarse a una como tal. Es peligroso mezclar las dos conversaciones como si fueran una sola o, dado el caso, sin explicar contexto alguno.
Vivir un proceso de superación y/o sanación implica ver y reconocer las cosas de frente. Sólo así puedes empezar a hacerlo: viviendo el proceso, no pasándolo por un costado. Y, en temas de violencia de género, esto implica la incomodidad de reconocer que hay muchas otras dinámicas y condiciones involucradas.