Siempre marginal, nunca inmarginal
Por: Julieth Karina
En 2023 se cumplieron diez años desde que me mudé a Bogotá. Adultecer en este contexto me ha llevado a diferentes reflexiones sobre, al menos, tres grandes áreas: los prejuicios y estereotipos territoriales, mi salud mental y toda la gama de realidades que son mucho más grandes que yo y de las que no tenía consciencia. En todo ello siempre ha habido un tema que se repite: soy foránea.
Siendo socióloga y también siendo de Caquetá, tengo la opción de que por cualquiera de los dos lados se piense que soy o he sido guerrillera. De pronto me gusta la adrenalina. Sin embargo, particularmente al hablar de Caquetá, tengo unas opciones diferentes: políticamente se puede pensar que soy de derecha o que soy de izquierda, y las dos tienen el 50% de probabilidad.
Me explico: de derecha, por el imaginario del centro sobre las periferias. Todo lo que queda por fuera de la capital de un país ha de ser denominado pueblo y lo que corresponde, por tanto, a los pueblos es atraso socioeconómico y cultural, habitantes muy conservadores (o hasta religiosos), una mentalidad limitada y, de esperarse, gente que culturalmente apoya a la derecha. El 50% de probabilidad de ser de izquierda es porque, bueno, es Caquetá. El imaginario social del centro colombiano sobre este departamento dicta que lo único que allí ocurre es conflicto armado y que sólo hay guerrillas y gente guerrillera. Este 50% es más fácil de resumir y explicar.
Ahora, el mero hecho de denominarme “foránea” me remite a una experiencia de por sí violenta: por mi formación sociológica suelo tener contacto con contenidos o debates sobre cartografía social, así que en una ocasión decidí tomar un curso intensivo que se estaba dictando en Bogotá para ser tallerista con comunidades rurales. Durante una clase y como parte de un ejercicio, se nos preguntó a todo el grupo que, hablando de inseguridad en la ciudad, cuáles consideramos que son las razones de esa inseguridad. Grande sería mi sorpresa al ver el unísono del salón señalando: “por un lado, los venezolanos; por el otro lado, los foráneos”. Mi sorpresa sólo fue más grande al ver que ni siquiera la tallerista hizo comentarios, observaciones ni señaló matices al respecto; sólo asintió. Cuando esto ocurrió ya estábamos en enero del 2020, es decir, es reciente.
Reflexionar sobre experiencias como estas, aunado al hecho de haber iniciado terapia con psicólogas que no fueran bogotanas, me permitió entender por qué yo siempre sentía la presión de modular o hasta cambiar mi acento. Siempre sentía nervios por mi acento al hablar con otras personas, pero no entendía por qué, ni cómo, ni de dónde surgió o quién me metió en la cabeza la idea de que había un problema con mi acento. Intentaba disipar ese nervio participando con compañeros de clase en distintas actividades extracurriculares cuando estaba en la universidad. Pero mis nervios no cesaban. Hoy sé de mi ansiedad social y que mi premura por llenarme de tantas actividades tiene que ver más bien con mi búsqueda por ser aceptada por parte de los otros/as. Y lo de mi acento, bueno, tenía que ver con la necesidad de camuflarme.
El desarrollo de mi consciencia sobre el hecho de ser una mujer que habita Bogotá pero no es ni de Bogotá, ni del centro del país, ni de las principales ciudades o ciudades más mencionadas, ha representado la etapa más traumática de mi vida. Traumático, digo, no en sentido necesariamente negativo, sino en sentido complejo; como se puede discutir en psicología. Me refiero a que ha significado un antes y un después en mi forma de entender el mundo y a mí misma, pero ahora sabiendo el lugar que se me ha asignado ocupar en él.
¿Cuándo me cayó el 20 de que soy una mujer que habita Bogotá pero que sigue siendo de Caquetá por más que pasen los años? Viviendo. Sobre todo, cuando cobré consciencia de que como ciudadana colombiana-que también lo soy-no sólo tengo deberes, sino que también tengo derechos, y me acerqué a la institucionalidad pública.
En lo demás está mi salud mental. Haber publicado en 2020 un video en youtube en donde hablaba, por primera vez, de mi denuncia por violencia de género fue la oportunidad perfecta para que muchas personas asignaran mi deterioro a otras causas y a otra gente. Por ejemplo, ligarlo a una denuncia penal ante fiscalía y librarse, entonces, de la violencia cultural.
Violencia cultural que se manifestaba en choques por los que algunos compañeros tenían tanto miedo de mí que, cuando se enteraban de mi origen geográfico, optaban por cortar la conversación, marcharse y dejarme hablando sola en el pasillo. Otros compañeros y compañeras veían necesario recordar en espacios colectivos que soy de Caquetá, sin indicar por qué era necesario recordar esto. O aquellas veces en donde algunas compañeras de clase se expresaban mal sobre mí en chats grupales en los que yo misma estaba, por lo que podía leer de manera directa esos comentarios. Quizá uno de los momentos más fuertes fue cuando un compañero de la carrera me pretendía y a mí él no me interesaba, así que decidí no prestarle atención. Cuando notó mi rechazo, optó por resaltar en público de dónde soy y afirmar que, por su bien, la gente de Bogotá ni siquiera debe dirigirme la palabra porque “ella es de Caquetá y de pronto les puede hacer daño”.
Llegué a un punto en el que necesité asistir al servicio de psicología general de la universidad en la que estudiaba y de allí me remitieron a psicología clínica, pero quien me atendía nunca se mostró interesada en reconocer el factor cultural y territorial. Por el contrario, hubo ocasiones en las que me hizo comentarios mencionando partes específicas de mi cuerpo e insinuando que la razón por la que yo hablaba de ciertas personas de mi cotidianidad era porque en el fondo yo sentía deseo de acostarme con esas personas, pero supuestamente no lo quería admitir.
Supe que había un problema genérico con el servicio de atención psicológica en la medida en la que no se reconocía la importancia del factor cultural y territorial. Años después de graduarnos, hubo excompañeras que admitieron en un reencuentro de egresados que mi punto más bajo de la depresión (a los 18 años de edad) fue usado por varias amistades para hacer burlas. Que hacían reuniones informales en donde comentaban mi apariencia física: que si se veía que yo me peinaba o no, que si se veía que me cambiaba de ropa o no, que si se veía que yo me bañaba o no, etc. Para mi sorpresa, al recordar esto, aquellas personas aún se reían con tal gracia, que parecía como si no hubieran pasado años después de graduarnos.
Como adulta y con ayuda de mis dos últimas psicólogas, hoy vuelvo sobre todo esto e identifico la xenofobia explícita, los hechos que rozan la violencia sexual y las violencias basadas en género y las condiciones contextuales e institucionales que permiten experiencias de vida como la mía.
Por último: las realidades que son más grandes que yo y de las que no tenía consciencia.
Creo que es difícil no pensar en el círculo de la academia (o mundo de la validación y reconocimiento por parte de otros). Esto da para una publicación entera, en parte inspirada en mi experiencia personal viviendo gritos y humillaciones en público por parte de algunos de mis profesores universitarios durante las clases. Pero también inspirada en análisis sobre las diferentes posiciones que se pueden llegar a ocupar al interior de la academia y el hecho de hacerse un nombre a costa de los/las colegas y la autoría de sus creaciones. El círculo de la academia es todo un tema de conversación, mucho más largo y complejo que el espacio que brinda una columna.
Por fuerza mayor y las amenazas de mi agresor, no puedo volver a Caquetá y tengo que seguir buscando la manera de echar raíces en un lugar al que no pertenezco y que constantemente me recuerda que no soy de aquí. Sin embargo, alcanzado este punto anhelo que, con los tiempos de paz que esperamos vivir, las condiciones culturales y estructurales cambien para bien en Bogotá para quienes, como yo, son de lugares marginales y van a llegar aquí.
Creo que las pequeñas historias también cuentan y por ellas es necesario insistir. Contrario a como se pueda interpretar, no escribo esto desde el rencor o el resentimiento, pues precisamente la sociología (a la que aún me aferro) me ha brindado la capacidad de comprender la tensión que caracteriza a la marginalidad: al mismo tiempo que quieres hablar de inclusión, tienes que hablar de exclusión y reconocer que hay escenarios en donde las dos coexisten. La diferencia e individualidad, como riquezas culturales, son algo que se puede aprovechar en pro del dinamismo de una ciudad tan grande, siempre y cuando se tenga consciencia de ello y se promueva la crítica sana.