
Los duelos psicológicos de los que nunca hablé
Por: Julieth Karina
Un proceso psicoterapéutico es un camino personal que puede dar las respuestas buscadas. El problema es que también revive preguntas que no planeabas atender. Un día mi nueva psicóloga me dijo: “veo que hay algo recurrente en las sesiones, pero que nunca profundizas ¿Quieres hablar de esto?”. Sentí que me cayó encima un balde de agua fría.
Había olvidado este episodio de terapia, pero en 2024 conocí a una socióloga mexicana que estaba realizando una investigación sobre violencia contra las mujeres en la academia, así que el tema volvió a dar vueltas en mi cabeza. No ahondaré en la innegable diferencia positiva que significó para mi salud mental el hecho de haber dejado de tomar terapia con psicólogas bogotanas y empezado con psicólogas colombianas que no lo fueran. Sin embargo, este detalle también fue un factor que me llevó a aplazar esta charla durante tanto tiempo.
Con mi nueva psicóloga empecé “desde cero”. Las comillas las uso porque ya habían transcurrido casi 10 años desde mi mudanza a Bogotá; una gran brecha temporal. Poco a poco logré identificar la carga que se había ido acumulando porque siempre fijaba mi atención en mi denuncia penal por violencia de género en Caquetá y en asuntos generales como los choques culturales por mudarme a esta ciudad, pero nunca profundizaba en asuntos relacionados con otras personas de mi cotidianidad. O en otras esferas de la vida que tuvieran impacto en mi salud mental. Con ellas siempre tuve que callar los otros temas porque se negaban a abrir el espacio para hablar sobre lo que hoy conozco como enfoque territorial.
La conversación pendiente con mi nueva psicóloga tenía que ver con mi paso por la universidad. Poco antes de la pandemia publiqué un video en internet contando a grandes rasgos mi experiencia denunciando violencia de género en Caquetá. Conté cosas relacionadas con la constante revictimización institucional allá y acá: que en Bogotá los funcionarios públicos me decían en la cara que por ser de Caquetá tengo que esperar, como si yo fuera una ciudadana colombiana de segunda categoría; que un detalle que me mantenía en el ciclo de violencia era la imposibilidad de conseguir trabajo porque estaba sola, recién graduada y con un crédito de icetex; que no tenía ninguna red de apoyo porque la gente que creía mis amistades – que eran las personas de la universidad- no habían vuelto a contestar mis llamadas y mensajes. Un largo etcétera que resumí como pude.
Para mi sorpresa, algunos excompañeros/as de estudio me contactaron y reaccionaron como si acabaran de enterarse. He hablado de esto una y otra vez en terapia porque nunca había tenido el espacio para procesarlo: estas personas eligieron el discurso cómodo de la vergüenza. Ya sabes, afirmar que algunas mujeres que viven violencia de género no se atreven a hablarlo o denunciarlo porque les da vergüenza y que, si no lo hablan, las personas a su alrededor no pueden hacer nada para ayudarlas. La vergüenza es un discurso aceptado socialmente cuando se habla de estas mujeres, así que es una carta que funciona a la perfección para zafarse de la responsabilidad. Lentamente, sin darnos cuenta, el discurso transforma el ambiente hasta un punto en el que termina pareciendo que las mujeres que carecen de una red de apoyo eligieron no tenerla.
La verdad es que -en mi caso- hubo personas que, 2 o 3 años antes de aquel video, sabían por lo que yo estaba pasando. Por eso, una de las charlas más recurrentes con mi nueva psicóloga es que bastó con publicarlo para que toda la atención se centrara en él y se borrara toda memoria sobre los otros tipos de violencia que viví en la universidad. Cuando abrí la puerta a hablarlo, desempolvé muchas cosas que hoy parecen bonitas porque me inspiran columnas autobiográficas y a algunas personas les gusta mi forma de escribir. Pero estuvieron lejos de serlo.
Recuerdo que, más joven, estaba preocupada por encontrar en esas personas una comunidad a la qué pertenecer y siempre me esforzaba por adaptarme a los demás para ser aceptada. Al principio fue chocante empezar a tener recuerdos de situaciones dicientes, como: las veces que dejaba de comprar comida para mí por prestarle dinero a quienes consideraba amigos, aunque ellos tuvieran trabajo y yo no y luego tardaran meses en pagarme. Rechazaba trabajos que me ofrecían específicamente a mí por llevar amistades que necesitaban el trabajo más que yo; algunas de estas personas tenían tanta confianza que, si querían hacer una llamada y no tenían saldo, tomaban mi teléfono sin permiso para llamar. Cuando hacíamos salidas grupales después de clase, me rapaban la cartera de las manos para pagar la cuenta de todos con mi dinero; o las veces en que yo era quien cuidaba borracheras ajenas y pagaba el taxi de regreso a sus casas. Todo ello, en paralelo a las reacciones xenófobas por ser de Caquetá.
Como nada es suficiente, hubo algo adicional que empeoró las cosas y marcó un antes y un después: haber empezado a presentar quejas formales, tanto orales como escritas, contra un profesor. Él acostumbraba elegir estudiantes al azar para hacerles el pregrado imposible y lo que yo mencionaba en las quejas tenía que ver con su inasistencia a clase y su falta de compromiso hacia las investigaciones de grado de los estudiantes; a los que él era asignado como comentarista.
Esto llevó a que el ambiente universitario se volviera más hostil. Ya no por parte de compañeros de estudio que afirmaban en voz alta que la gente en Bogotá debe tenerle miedo a la gente de Caquetá porque puede ser peligrosa, sino por parte de él. Además de lo comentado en anteriores columnas, recuerdo que también hubo episodios de cercanía física en el salón, en presencia de otros profesores/as y estudiantes.
Algunos días, cuando la clase requería ubicar las sillas en forma de mesa redonda, este profesor escogía ubicarse pegado a mí y, durante las restantes 2 o 3 horas, ejercía presión y constantes movimientos a mi silla con su pie, que ubicaba en la parrilla inferior de la mía. Todo el rato mecía fuerte mi silla con su pie y, aunque estaba pegado a mí, cuando yo hablaba él se inclinaba para “escucharme”.
También recuerdo que, a pesar de su habitual inasistencia, asistió sin falta a una de las 2 sustentaciones públicas de mi investigación, que es la etapa previa a la ceremonia de grado. Reservó esa fecha para hacer comentarios en público afirmando que mi investigación había sido gracias a él porque me había conseguido los contactos para hacer entrevistas, aunque esto nunca ocurrió así. Comentó que mi investigación tenía bastantes fallas y vacíos y que él había pasado mucho tiempo insistiéndome, pero que yo no lo había atendido porque tenía “afán de graduarme” y que nunca quise “hacer caso”. Cuando pronunció la frase clave (“hacer caso”) por fin entendí muchas de sus reacciones de poder. Por ejemplo, cuando ordenaba a gritos que me callara; o aquellos momentos en los que sacaba tiempo de la clase para comentar mis quejas, afirmando en público que esas cosas sólo eran -palabras textuales- pataletas.
Hoy soy consciente de las condiciones institucionales de complicidad que tienen que existir para que casos como el mío ocurran: de los 5 años que dura un pregrado, pasé 2 años y medio radicando quejas contra este profesor, pero la facultad nunca hizo nada. Hoy me doy cuenta de que yo no viví la universidad, la sobreviví. En algún momento mi nueva psicóloga me comentó: “Julieth, es que volviste a vivir lo mismo de la denuncia penal y tu agresor. Y no sólo en cuanto a este profesor, sino en cuanto a buscar apoyo en la gente que tenías alrededor y no encontrarlo”.
En todo el tiempo que transcurrió el único efecto que sí se presentó fue el sostenimiento de la violencia, que ocurrió en dos vías. Por un lado, quienes creía mis amistades y ya en esa época se decían activistas de derechos humanos, activistas feministas, etc., empezaron a tomar el tema como burla. Empezaron a hacerme chistes a la cara y a afirmar que yo había tomado el asunto como algo personal contra él. Por otro lado, mi salud mental terminó de colapsar.
Mientras a mis amistades les hacía gracia mi enrojecimiento facial y otros signos físicos visibles, alcancé un punto en el que ya no sólo tenía ataques de ansiedad sino también ataques de pánico en público. Recuerdo que llegué a preguntarme si era cierto lo que estas personas me decían y a lo mejor sólo se trataba de un asunto personal contra él. Pero hubo un momento en el que otro profesor se acercó y me dijo al oído “yo sé que usted tiene razón porque uno conoce al personaje, pero uno aquí no puede decir nada”. Esa anécdota pareció un destello de luz que me frenó de continuar dudando de mi cordura. Sin embargo, no eliminaba la realidad de una secuela con la que aún lidio: casi una década después continúo dudando excesivamente de mí misma, sobre todo, de mi propia percepción y criterio. Tampoco eliminó la secuela de la ansiedad social, que desarrollé desde esa época, y por la que aún hoy me da miedo conocer gente nueva. Mi ansiedad social la desarrollé por Bogotá, no por Caquetá. Eso es clarísimo para mí.
Recuerdo que el día de la graduación otros foráneos celebraron la ceremonia como si se tratara de un triunfo personal y algunos profesores románticos celebraron la graduación de estudiantes foráneos en Bogotá como signo de ascenso social en Colombia. En contraste, la única razón por la que yo celebré es porque ya no tenía que volver a esa universidad. Jamás podré negar que salí destruida de allí y con mi autoestima por el suelo. Esta etapa generó un daño irreparable en mi salud mental y actualmente no sé qué responder cuando me preguntan qué me dañó más: si denunciar violencia de género en Caquetá y la corrupción institucional que hay allá o las violencias que viví en mi paso por la universidad en Bogotá. No sé cuál.
Viví un condicionamiento psicológico tan fuerte que durante mucho tiempo -incluso después de graduarme- me culpé a mí misma por no conseguir trabajo. Siempre pensaba que la única manera de entrar al mundo laboral sin experiencia, aun más siendo foránea, era teniendo contactos o siendo recomendada, pero que me había arruinado la carrera al haber presentado estas quejas y predisponer a la facultad. Recuerdo que hasta hace poco tiempo aún seguía justificando a mis excompañero/as por no estar y no contestar mis mensajes cuando dejé de tener dinero y empecé a pasar hambre. Mientras estaba perdiendo casi 20 kilos de peso por el hambre, no dejaba de justificar a estas personas repitiéndome “no es que no quieran ayudarme, de pronto es que no contestan mis mensajes porque están ocupados o de pronto no pueden ayudarme a encontrar trabajo porque no se enteran de ninguna convocatoria”.
Un día mi nueva psicóloga me dijo algo que me llamó la atención: “la gente, cuando quiere estar para ti, busca la manera. De pronto no se enteraban de convocatorias laborales para que enviaras tu hoja de vida, pero al menos podían pensar en hacerle compañía a Julieth. Ir a la casa a visitarla para que no estuviera tanto tiempo sola; llamarla o llevarle comida para que no pasara hambre. Estar presente de alguna manera, eso es la amistad”. Después de ese comentario, me compartió una máxima: “Julieth, hay gente que decide no estar en tu vida. Esa es una decisión que esas personas toman y en ningún momento es tu responsabilidad”. Sentí que me cayó otro balde de agua fría.
Fue duro asimilar que yo podía cuidar de otras personas, pero que otras personas no cuidarían de mí. Sin embargo, aunque resulte doloroso, dedicarme a la terapia es interesante porque me sirvió para entender otros temas sobre mí misma. Por ejemplo, hoy sé que la razón por la que desarrollé el miedo a que nadie llegue, ni siquiera en los momentos “buenos”, se deriva de hechos de esta época que se presentaron uno tras otro. Por mencionar un solo ejemplo, recuerdo mi última sustentación pública de grado: compartí la invitación en diferentes grupos de redes sociales e invité a personas concretas por mensaje privado para que asistieran. Nadie llegó. Sólo asistió el encargado de las llaves del salón y los jurados (quienes tampoco tenían opción). El vacío fue tan evidente que el encargado comentó “uff, no llegó nadie”. Después de unos segundos notó mi cara e intentó arreglar el comentario diciendo “bueno, pero mejor. Así termina rápido”.
La pregunta que me preocupaba cuando era más joven, sobre si podría encontrar una comunidad a la qué pertenecer, ahora me la respondo yo misma. Después de la pandemia me he encontrado frente a frente a varias personas de esta época. Las personas que me decían en la cara que la gente de Caquetá era peligrosa y me echaban de Bogotá porque “aquí encuentran de todo y, aun así, no agradecen”, refiriéndose a los foráneos, hoy dirigen cargos estatales influyentes y hablan en público de la importancia del enfoque territorial. Quienes me hacían burla afirmando que lo del profesor sólo era un asunto mío contra él hoy se mueven en la esfera feminista bogotana con la bandera de criticar todos los tipos de violencia contra las mujeres y dejar de normalizarlas. Quienes hacían burlas sobre mi apariencia física en mi momento más bajo de la depresión hoy son abanderados y abanderadas de la importancia de hablar de salud mental y desmitificarla. Incluso, he vuelto a ver -frente a frente- a quienes se expresaban mal de mí en el mismo chat grupal en donde yo estaba, en el que leía directamente sus mensajes. Todos y todas tienen algo en común: reaccionan como si nunca hubiera pasado nada. Como bonus: veo en redes sociales que la facultad en la que estudié recientemente viene realizando encuentros de integración presencial y en todas las fotos aún aparece aquel profesor. Esta es la respuesta a mi pregunta.
Es una bendición haber conocido a la investigadora mexicana que, con su trabajo, me mostró que ciertas prácticas pueden ser tan comunes en la academia cuando se trata de mujeres. Sigo sin trabajo, pero me ayudó a quitarme la culpa que me metieron en la cabeza. Aun más importante, es una bendición haber conocido a mi nueva psicóloga. Aportó tanto a mi vida, empezando por ayudarme a construir mi libertad. Si algún día dedicara mis logros y mi crecimiento personal a alguien, sería a ella.